viernes, 11 de noviembre de 2011

Espiral

Frente a aquellas desgastadas velas sin fuego, acaricio tu idea en el aire. Mi sombra intenta tocar tus recuerdos. Sopeso la idea de lanzarme al vacío nuevamente, como lo hago todas las noches. Sin embargo, ello requiere un esfuerzo que hoy no estoy dispuesto a realizar. En el rincón, aquel en el que tantas veces nuestros cuerpos se rozaron, una mancha invisible reposa en el piso; seca, machando toda la habitación pese a su reducido tamaño. Y en ese ínfimo instante, me doy cuenta de que la dimensión del error no importa cuando se tiene la intención de abarcarlo todo, de acabar con todo. Tu ropa sigue tendida en el suelo, tal cual se mantiene los restos de un pasado en la mente. Debería tirarla, pero luego cómo te sentiría cerca. Logro sentir, sentir como hay experiencias que me gustaría no tener. Pienso, y sé que es perjudicial hacerlo de la forma en la que lo hago. Y es ahí cuando creo recordar a un viejo y sabio profesor, cuando me dijo que aunque el hombre tenga la capacidad para pensar, no le es conveniente hacerlo demasiado, pues corre el riesgo de perderse para siempre en la fina línea que separa la cordura y la locura. Divago largo rato, y el polvoriento reloj de espiral colgado en lo alto de la pared, con un peculiar y exagerado sonido, anuncia la medianoche, como si quisiera acallarme con ello. Lo hago. Pero antes, apago las velas con un moribundo soplido.

Los errores del pasado, incrementan notablemente los remordimientos del presente para atormentarnos en el futuro.