Frente a aquellas
desgastadas velas sin fuego, acaricio tu idea en el aire. Mi sombra intenta
tocar tus recuerdos. Sopeso la idea de lanzarme al vacío nuevamente, como lo hago
todas las noches. Sin embargo, ello requiere un esfuerzo que hoy no estoy
dispuesto a realizar. En el rincón, aquel en el que tantas veces nuestros
cuerpos se rozaron, una mancha invisible reposa en el piso; seca, machando toda
la habitación pese a su reducido tamaño. Y en ese ínfimo instante, me doy
cuenta de que la dimensión del error no importa cuando se tiene la intención de
abarcarlo todo, de acabar con todo. Tu ropa sigue tendida en el suelo, tal cual
se mantiene los restos de un pasado en la mente. Debería tirarla, pero luego
cómo te sentiría cerca. Logro sentir, sentir como hay experiencias que me
gustaría no tener. Pienso, y sé que es perjudicial hacerlo de la forma en la
que lo hago. Y es ahí cuando creo recordar a un viejo y sabio profesor, cuando
me dijo que aunque el hombre tenga la capacidad para pensar, no le es
conveniente hacerlo demasiado, pues corre el riesgo de perderse para siempre en
la fina línea que separa la cordura y la locura. Divago largo rato, y el polvoriento
reloj de espiral colgado en lo alto de la pared, con un peculiar y exagerado
sonido, anuncia la medianoche, como si quisiera acallarme con ello. Lo hago. Pero
antes, apago las velas con un moribundo soplido.
Los
errores del pasado, incrementan notablemente los remordimientos del presente
para atormentarnos en el futuro.